- Soltó una brusca carcajada, tras de lo cual añadió:
- —¿Qué le parece, señora? Le haremos compañía hasta mañana, ¿no está mal, eh?
- La automovilista (negro el vestido, negro el pelo, negros los ojos pero con la cara tan pálida que a pesar del mediodía parecía que en su tez se hubiese detenido un relámpago) vio en el camino a una muchacha que hacía señas para que parara. Paró.
- —¿Me llevas? Hasta el pueblo no más —dijo la muchacha.
- —Sube —dijo la automovilista. Y el auto arrancó a toda velocidad por el camino que bordeaba la montaña.
- —Cuidado —decían los habitantes de la ciudad cuando algún turista iba a pasar al lado de la pared—, cruce la calle. Esa pared puede caerse.
- —Muchas gracias —dijo la muchacha con un gracioso mohín—, pero ¿no tienes miedo de levantar por el camino a personas desconocidas? Podrían hacerte daño. ¡Esto es tan desierto!
- —No, no tengo miedo.
- —¿Y si levantaras a alguien que te atraca?
- —No tengo miedo.
- —¿Y si te matan?
- —No tengo miedo.
- —¿Qué dicen, amigos, se lo dije o no? —sacudió una y otra vez la pequeña cabeza bajo la gorra de plato, y dirigió de nuevo la vista hacia la carretera—. No hay taxis después de las diez.
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